¿En qué se parece una tilde a una rotonda?

Las normas cambian y es importante conocer las novedades para adaptar nuestros textos a la normativa actual. Aunque podamos creernos románticos por mantener determinadas formas que aprendimos siendo niños (en el mejor de los casos) o nos pueda parecer de poca importancia no respetar ciertas normas, lo cierto es que si no se hubieran ido produciendo cambios en la escritura, hoy seguiríamos escribiendo como en los años 50 del pasado siglo, pero también hazer o cauallero  como en el siglo XVI. Precisamente el que se vayan actualizando determinadas normas es lo que hace que a simple vista nuestros textos no parezcan arcaicos, porque, en realidad, la lectura de un texto del siglo de oro español no nos resulta difícil de entender (salvo cierto léxico, lógicamente,pero también ese problema lo tenemos frente a un artículo técnico, aunque sea del mes pasado) cuando se ha adaptado el texto a la ortografía y normativa moderna. Sin embargo para un lector no acostumbrado resultaría muy difícil entender a Cervantes en una edición del Quijote de 1605, simplemente porque escribe con normas antiguas; de hecho seguramente empezaríamos por dudar cómo pronunciar «don Quixote» y tampoco encontraríamos la tilde en solo o en los demostrativos, entre otras razones porque no encontraríamos prácticamente ninguna tilde.

Por eso, si no queremos que nuestros textos parezcan de otra época, debemos adaptar las normas que se van revisando porque estas se basan en criterios lingüísticos y no son caprichosas, aunque puedan parecerlo a los profanos en esta materia, por muy hablantes nativos de la lengua que sean.

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En realidad la ortografía tiene mucho que ver con el código de circulación. Por ejemplo con la forma estipulada para circular por las rotondas. Los que conducen saben que las rotondas son complicadas de por sí, pero cuando se «inventaron», la forma de circular en ellas era distinta a la actual. Al entrar en una rotonda se tenía la preferencia y los vehículos que ya circulaban por su interior tenían que ceder el paso a los que querían entrar. Esta norma provocaba múltiples problemas —como la famosa tilde en «solo», fruto de una norma que apenas duró unos pocos años a mediados del siglo pasado antes de ser rectificada, pero que dejó un truco nemotécnico tan bueno que muchos se niegan a olvidar— y se decidió cambiarla, por eso es frecuente aún ver en las entradas de las rotondas un cartel que avisa «Usted no tiene la preferencia». En su día, la DGT envío cartas a todos los domicilios explicando este cambio (y otros) —cosa que no hace la RAE, y debería, por cierto—. ¿Os imagináis el caos que supondría si los conductores decidieran que, dado que cuando aprobaron el carné tenían preferencia en las rotondas, van a seguir circulando así? Sería un caos, sí, pero si lo conductores no lo hacen es sobre todo porque no quiere sufrir un accidente ni recibir una multa.

Pero también en este caso la norma es cosa de dos, si tú quieres tener la preferencia está muy bien, pero si el otro no te la da lo más probable es que choquéis. Y nadie quiere eso, claro. Pero en los textos tampoco deberíamos chocar, porque la finalidad de un texto es comunicar con otro, y otro solo nos va a entender si utilizamos las mismas normas. Puede parecer que poner una tilde donde no corresponde o una coma donde queramos no es muy importante, pero lo es; quizá no tanto como saltarse un ceda el paso y chocar con otro coche, pero sí lo suficiente para dar una imagen de nuestro texto descuidada y que además de comunicar (probablemente mal) nuestro mensaje a nuestro lector, le estemos transmitiendo adicionalmente también algo (malo) de nosotros mismos. Y esto en un artículo académico, por ejemplo, no es algo sin importancia.

Pero en los textos tampoco deberíamos chocar, porque la finalidad de un texto es comunicar con otro, y otro solo nos va a entender si utilizamos las mismas normas.

Por eso, debemos conocer la norma para escribir nuestros textos de la forma correcta y dar siempre la impresión a nuestros lectores de que no solo sabemos de la materia que tratamos, sino también de la forma correcta de presentarla.

De normas ortográficas y gramaticales, de la correcta presentación del texto, de herramientas y recursos para escribirlo mejor y más rápido hablaremos en el «Taller de escritura digital: cómo mejorar tu investigación y escribirla en menos tiempo» que impartiré junto a Luis Pablo Núñez en los cursos de verano de Santander (Universidad Internacional Menéndez Pelayo) del 10 al 14 de agosto y que este año 2020 serán en línea en vez de presenciales.

Cuando las “miembras” sean realmente miembros

Más allá de la anécdota de la ignorancia de una ministra en el conocimiento de nuestra lengua, cosa que no es sorprendente en absoluto y más teniendo en cuenta que esta ministra por edad pertenece a la generación perdida, a la generación LOGSE.; la cuestión importante de las «miembras» pronunciada sin empacho por la ministra de igualdad demuestra cómo los políticos están más empeñados con las apariencias que con la realidad, y desde siempre pretenden, mediante las palabras, encubrir los problemas reales, haciéndonos creer que inventando la palabra inventan la realidad como si en vez de políticos fueran demiurgos –alguno estoy seguro que hasta se lo cree- , y así se inventarán “desaceleraciones fuertes” -que por otra parte es como algún conductor pedante podría llamar al simple frenazo ante un semáforo en rojo-, o cualquier otra cuestión para crear espejos deformantes que poner ante la realidad o más bien ante los ojos de los ciudadanos.

Pero el caso es que hay un empeño de políticos -y muchas otras personas, que les siguen con auténtica buena fe y por aquello de que es políticamente correcto-, en utilizar a menudo el masculino y el femenino para referirse a un colectivo determinado ignorando intencionadamente que la lengua por economía selecciona en esos casos el término no marcado, y precisamente “no marcado” significa que no marca, es decir que no funciona en ese contexto como marcador de género, porque se utiliza en un contexto en el que no es necesario distinguir esa oposición. Como sólo tenemos dos géneros en español, porque no tenemos un neutro como sí tiene por ejemplo la lengua alemana (por cierto siempre me ha parecido curioso que tanto muchacha como señorita en alemán sean sustantivos neutros, parece que sólo cuando la “fraulein” se convierte en “frau” tiene derecho a la feminidad), la elección es entre uno u otro, y el que el termino no marcado sea el masculino no hace sino reflejar precisamente la historia de la lengua, y por tanto de nosotros mismos. Y como es muy cierto aquello de que quien olvida su historia está obligado a repetirla, no está de más que la lengua conserve su historia, porque nos dice precisamente de donde venimos y a donde vamos. Es por eso que la insistencia en hablar de “diputadas y diputados”, “compañeras y compañeros”, y ya rizando el rizo; “miembros y miembras”; no es sino una insistencia en marcar que algo, que ya ha dejado o está dejando de ser anecdótico, sigue siéndolo para ellos, cuando precisamente quieren hacernos creer que luchan por lo contrario. Me explico. Cuando en 1978 Carmen Conde ocupó un sillón en la Académica -por citar una institución que tiene que ver en esto, y que además la propia ministra ha acusado de machista-, siendo la primera mujer que lo hacía -a pesar de que antes podían haberlo ocupado María Moliner, u otras tantas mujeres de mérito que por el hecho de serlo no lo ocuparon, aunque también hubo cuestiones como envidias y manías de las que tampoco se libran los hombres en otros casos- seguramente cuando un académico se dirigiera al pleno diría «señora académica, señores académicos». Aquello evidentemente tenía un claro sentido, en primer lugar por ajustarse a la realidad de la presencia de aquella única mujer y segundo por destacar que ya los académicos no eran sólo hombres, es decir, por remarcar una situación nueva e insólita que necesitaba precisamente por eso destacarse, pues de no hacerlo, y dado que hasta entonces los académicos siempre habían sido hombres, usar el término no marcado no podía entenderse con claridad como referido conjuntamente a hombres y mujeres, y se hacía necesario destacar esa situación insólita en ese momento. Pero hoy que nadie puede pensar que cuando alguien dice “académicos”, o “diputados” se está refiriendo sólo a los de sexo masculino -salvo que sea político o un imbécil redomado- el mantener ese empeño en remarcar que hay hombres y mujeres, además de anacrónico, es contraproducente, porque se destaca con ello un estado de provisionalidad o de excepcionalidad cuando evidentemente no lo es ya precisamente en los ámbitos en los que ellos lo utilizan con más frecuencia, ni debe serlo y de hecho no lo será en poco tiempo en los demás. Porque desde la lengua la normalidad –y la igualdad que es competencia de esta ministra- está en que hombres y mujeres se encuentren en el término no marcado, que no es el masculino, o no tiene consideración de masculino cuando se utiliza referido a un colectivo, y por tanto no hay que reivindicar el llamar “miembras” a los miembros de sexo femenino sino el que se puedan llamar miembros a todos, como todos nos llamamos lingüistas –no he oído que ninguno haya propuesto “lingüisto” para la nueva edición del DRAE- porque todos somos personas, y al hablar de personas se debe utilizar un único término que existe para referirse a ellos , ¿o acaso ahora somos personas y personos? El que una palabra acabe en “a” o en “o” no la convierte en masculina ni en femenina, -y claramente cuando, como en estos casos, vienen del griego- y cuando se utiliza el término no marcado para referirse a un colectivo, salvo en determinados contextos, hoy ya no es necesario explicar a nadie que nos referimos a hombres y a mujeres, porque la insistencia en hacerlo, no señala más que precisamente esa situación de anormalidad que lo era cuando la mujer empezaba a incorporarse a determinados ámbitos pero no lo debe ser hoy, por más que los problemas de igualdad existen y son muchos y se deben resolver no sé yo si desde un ministerio, pero desde luego no desde la lengua, o no atacando a la lengua como si fuera culpable de los males, cuando no es más que el reflejo de los mismos. Cambiemos el mundo que la lengua se adaptará a ese mundo más rápidamente de lo que ni académicos ni ministros pueden hacer, pero no lo intentemos hacer al revés porque es evidente que no funciona.

Una gran poeta decía que ella no era “poetisa” sino “poeta”, y supongo que hoy podría decirle a la ministra que ella no quiere ser “miembra” sino miembro, miembro de pleno derecho de la lengua y de la sociedad.