¿Dónde estás Avellaneda? o la propiedad industrial de las ideas

Dicen que el Quijote es la obra más importante de nuestra lengua, y al margen de todas las razones que se pueden esgrimir en este sentido, hay otros aspectos muy interesantes en esta obra, como es el hecho de que establece un diálogo con otra que nace precisamente a la zaga del primer Quijote; el llamado Quijote de Avellaneda. La calidad de la obra de Avellaneda es sin duda inferior a la de Cervantes, pero el Quijote de Avellaneda es una novela a veces entretenida, llena también de aventuras y de un humor a menudo grueso, con personajes más estereotipados que los de Cervantes, claro está, y con una intención y un resultado muy distinto; pero no es esa la cuestión. La cuestión es que la segunda parte del Quijote parece escribirse teniendo enfrente el Quijote de Avellaneda, hasta el punto de que es muy aconsejable para entender el Quijote cervantino el leerlo como una obra en tres partes, y hacerlo en orden cronológico, es decir, primero la Primera parte de Cervantes, después el Quijote de Avellaneda, y finalmente la Segunda Parte cervantina. Así se percibe claramente que la imbricación de estas tres obras es muy profunda, y hay un diálogo complejo entre ellas, e incluso que si Avellaneda le debe todo a Cervantes, Cervantes no le debe poco a Avellaneda.

Viene todo esto a cuento, porque hoy día este tipo de situaciones no parece posible. Hoy no existiría Avellaneda. La obsesión por la originalidad y sobre todo por la propiedad intelectual extrema, hacen imposible una situación como la que era frecuente en nuestros siglos de oro, cuando un autor (eso sí, generalmente oculto bajo seudónimo) continuaba cualquier obra de éxito por su cuenta y riesgo. Así, no sólo el Quijote, sino el Guzmán de Alfarache, por no hablar del Lazarillo, tuvieron sus continuadores espontáneos que saltaban al papel continuando sus aventuras como ellos consideraban oportuno.

Por supuesto que hoy existen adaptaciones (a menudo hasta la saciedad y más allá) de obras de éxito, pagando al autor, editor, y demás propietarios del copyright, así como secuelas interminables y desde luego existen también clónicos más o menos descarados de obras de éxito más o menos fugaz o de fórmulas aparentemente eficaces (Yo ya no sé cuántos códigos siguieron al de Da Vinci) pero desde luego no tiene nada que ver con lo que sucedía en la época de Cervantes cuando el concepto de originalidad era muy distinto al de ahora y sobre todo porque la propiedad industrial de las ideas no existía (sobre todo porque industria realmente tampoco) .

Hace unos meses se celebraba el juicio de la autora de Harry Potter, J.K. Rowling , contra una pequeña editorial que quiere publicar un libro sobre Harry Potter, con el contenido del sitio web The Harry Potter Lexicon, contra el que, por otra parte, nunca había reclamado. (http://www.elmundo.es/elmundo/2008/04/15/cultura/1208225190.html) Este juicio contra una obra que en el fondo no es más que una recopilación de temas y personajes de la obra de Rowling, a modo de enciclopedia (del Quijote hay unas cuantas) es un ejemplo claro de la imposibilidad hoy día de que existiera algo parecedlo al Quijote de Avellaneda. Cuando personajes de ficción se registran como si fueran marcas, difícilmente Avellaneda podría salir a la calle aunque fuera anónimamente pues -al margen de que en caso de no hacerlo anónimamente, lo lincharían públicamente-, la edición de su obra sería secuestrada por orden de un juez en menos que canta un gallo.

Sin embargo, continuaciones o revisiones de obras clásicas son habituales. Del propio Quijote se habrán hecho miles, de Hamlet, de la Odisea, etc. Pero no es posible hacerlo de una obra con derechos de autor vigentes. Ulises quizá no hubiera sido posible si la Odisea no fuera una obra varios siglos anterior, sino fruto del ingenio de algún contemporáneo de Joyce. El propio Hamlet quizá no se hubiera podido escribir hoy, si la Orestiada se hubiera estrenado un par de años antes; incluso Los intereses creados de Benavente hubiera tenido problemas si Perrault, autor de El gato con botas en el que se inspira, hubiera vivido para conocer la obra de Benavente y haberle recriminado al Nóbel su actitud.

Esto no tiene tanto que ver con la propiedad intelectual en sí, como con su vertiente industrial, lo que antes hemos llamado la propiedad industrial de las ideas, pues en el fondo de lo que se trata es de industria y no de cultura. Es decir el hacer uso del “ius prohibendi” propio de la propiedad industrial y que es en el fondo lo que Rowling esta blandiendo frente a la editorial que quiere editar una compilación enciclopédica de su saga juvenil. Podemos pensar que es legítimo que un autor no quiera que otros hagan otras obras basadas en sus obras, pero si ese planteamiento lo trasplantamos al mundo científico nos encontraríamos que ningún científico podría investigar sobre los descubrimientos de otro, y aunque hoy día tenemos el grave problema de las patentes en los medicamentos, lo cierto es que la ciencia sigue avanzando precisamente porque los descubrimientos se ponen a disposición de la comunidad científica y sobre esa base el resto de científicos sigue avanzando, apoyándose los unos en los otros (evidentemente estoy simplificando en extremo, y el mundo científico tiene sus problemas, pero refiriendonos a la tecnología podemos hablar de la eterna discusión entre códigos propietarios y códigos abiertos con Windows y Linux como buenos referentes respectivamente).

Curiosamente, esa protección a determinadas obras, coincide con obras cuya vigencia se sabe efímera, y a las que por tanto hay que sacarles el máximo dinero posible mientras duren. Seguramente nuestros nietos no leerán Harry Potter, pero sí seguirán leyendo el gato con botas (por cierto, en alguna de sus muchas revisiones); ni nuestros hijos al crecer –espero- leerán el Código da Vinci, pero seguro que al menos algunos se interesarán por Hamlet.

El caso es que recriminaremos al autor que se inspira en una obra de hace un par de años, pero sin embargo aplaudimos a quienes nos “actualizan” a los clásicos, trayéndonos de nuevo a Ulises, de nuevo a don Quijote, de nuevo la Celestina, de nuevo al doctor Jeckyll y a mister Hyde. Hay sin duda oportunismo en quien pretende continuar una obra ajena, sobre todo cuando no aporta realmente nada -que por desgracia, es la mayoría de las veces-; pero en el fondo, a veces una buena idea no da con el escritor adecuado, que años después consigue darle a la idea el traje que necesitaba, y desde luego la imitación da lugar al género, y no hace falta haber leído a Aristóteles para saber que sin «mímesis» no habría arte de ningún tipo.

No digo que esto sea bueno ni malo, solo que hoy día no existiría Avellaneda y por tanto si hoy se escribiera el Quijote, la segunda parte sería muy distinta. ¿Mejor? ¿peor? Nunca lo sabremos. Lo que es cierto es que la existencia de Avellaneda ha dado lugar a una situación literaria extraordinaria y a un perspectivismo dentro del Quijote, en el que el propio personaje conoce la obra que le da vida. Y por supuesto también da lugar a que don Quijote nos dé una lección de cómo entiende la literatura en la época, pues precisamente Cervantes, como antes, durante y después, los pícaros, no hace sino introducir el mundo real en el modelo idealista que era entonces la novela:

“Ya yo tengo noticia de este libro, (…) y en verdad y en mi conciencia que
pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente. Pero su San Martín
se le llegará como a cada puerco; que las historias fingidas tanto tienen de
buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza de ella, y
las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.”

Evidentemente Harry Potter no es don Quijote, ni Rowling es Cervantes, y eso es lo más triste del asunto, pues como el propio don Quijote dijo a don Álvaro de Tarfe, personaje que, por cierto, Cervantes toma prestado de Avellaneda, como este le había tomado los suyos; “-Yo -dijo don Quijote- no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo”. Que el lector lo juzgue.

En fin, ¿dónde estás Avellaneda?

De piratas y filo-embusteros. En apoyo a nuestros compañeros de Quimera

La SGAE ha denunciado a la revista cultural Quimera y solicita 9000 € como compensación por haberles llamado «piratas» en un artículo de opinión firmado por Trebor Escargot . Es sorprendente, desde luego, que se denuncie a una revista cultural como Quimera por este motivo -aunque después de lo del Jueves, ya nada nos sorprende demasiado-, pero lo que más me soprende es que la SGAE y sus miembros puedan ofenderse porque alguien les llame piratas. Como ciudadano de este país estoy acostumbrado a ser considerado un pirata por el mero hecho de comprar un cd virgen para grabar en él las fotos de mis hijos, o por el hecho de comprar una impresora para imprimir mis trabajos y corregirlos en papel más adecuadamente. Y no sólo se me considera un pirata, sino que se me juzga y se me condena a pagar por ello… con dinero. Por tanto, no entiendo que nadie pueda ofenderse porque otro le llame «pirata» si todos lo somos y así está reconocido legal e institucionalmente -recuerdo la campaña institucional sobre este tema que desde luego da miedo, pero en un sentido muy distinto al que ellos seguramente pretendían conseguir.

Dado que suponemos que los gestores y miembros de la SGAE compran también alguna vez un cd virgen o tienen impresoras, es evidente que ellos son también considerados piratas. Por tanto que alguien lo escriba en un artículo de opinión no debería ofenderles. Quizá tenga que ver con una censura psicológica que les impide aceptar que lo son y por tanto, y precisamente para no asumir esa certeza, atacan con tanto empeño al resto de piratas, como esos personajes que en novelas y películas acostumbran a ser especialmente violentos con quienes son de una determinada manera, precisamente para no acabar de asumir que ellos también lo son: léase homosexualidad, por ejemplo, porque es el ejemplo que primero se me viene a la cabeza, pero también podían ser judios, negros, etc.-.

Creo que TODOS deberiamos asumir nuestra condición de piratas o de lo contrario -por aquello de «todos putas o todos marícones» que dice el refrán castellano- plantearse de otra forma la gestión de los derechos de autor, para que realmente sea una gestión eficaz y justa, que favorezca a todos los creadores -y no sólo a los que ya son millonarios- y sobre todo que fomente la creación en vez de poner todos los medios para dificultarla a los creadores con menos medios y fortuna, y sobre todo que destierre la culpabilidad a priori y favorezca la difusión libre de la cultura que es lo que más favorece la creación y la gestión real de los derechos de autor.

Porque al fin y al cabo no deja de ser curioso que siempre pidan dinero, incluso cuando se sienten ofendidos, piden dinero, ¿no deberían pedir una rectificación o una disculpa? Si uno cuando le ofenden piden dinero, quizá es que la ofensa es en el bolsillo y no en el corazón. Pero la verdad es que cuando uno más se enfada es cuando le ofenden el bolsillo, si no que se lo digan a los españoles que se ofenden cada vez que les cobran un canón por comprar un cd para grabar las fotos de las vacaciones… aunque quizá sea justo: los monumentos de este país también tienen derechos de autor, ¿o no?

Valentín Pérez