¿Qué pensarían de una televisión que en su horario de máxima audiencia -lo que en la jerga se denomina «prime time» y en España cada vez se acerca más a la hora de las brujas- emitiera, por ejemplo, documentales, teatro clásico, películas de la Nouvelle vague, o series basadas en clásicos de la literatura? Seguramente pensarían que se trata de la descripción de una utopía, de un deseo que difícilmente se hará realidad o incluso de un sueño. Pero lo cierto es que, en cierta medida, esa televisión ha existido y algunos lectores quizá la han reconocido porque hemos sido muchos los que la hemos disfrutado ya que era la televisión con la que crecimos en España.
Y es que cuando yo era niño -allá por la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo- y solo disponíamos de dos canales de televisión -que siguieron siendo en blanco y negro en muchos hogares aunque ya a partir de 1978 se emitiera en color- nos reuníamos después de cenar a ver, nada más y nada menos, que un documental sobre naturaleza. Al fin y al cabo no era otra cosa El hombre y la tierra de Félix Rodríguez de la Fuente. Una excepción, pensarán muchos porque en la televisión actual los documentales de esa naturaleza -permítaseme la redundancia- están confinados a la hora, también tan española, de la siesta. Pero no se trata solo de que en aquellos tiempos un programa como ese encandilara a la audiencia, sino que quizá no he visto más cine clásico en mi vida que el que vi en aquellos años y recuerdo cuando contaba 13 y 14 años los largos ciclos dedicados a directores fundamentales de la historia del cine como los que se ocuparon por ejemplo de François Truffaut, Roberto Rossellini o incluso Ingmar Bergman. Y hablo de la primera cadena, no de otros ciclos como los dedicados a Tarkovski que en esos mismo años se emitía también, pero en La 2 y a horas más atrevidas. Cine clásico -no daba entonces miedo el blanco y negro, como hoy que se excluye de muchos canales solo por ese motivo- y cine de grandes autores de la cinematografía universal era el que entonces podía verse con cierta frecuencia en los dos canales de televisión de los que disponíamos.
También recuerdo de aquellos años ver mucho teatro clásico en la tele -algo seguramente impensable para los muchachos de esa misma edad en 2014- porque cuando se emitía Estudio 1 no dejamos de pegarnos a la tele para ver clásicos de Lope, Calderón, Shakespeare, Chejov o Ibsen. En aquellos años estas obras de teatro se emitían en el horario de máxima audiencia, y ya casi acabando los 80 recuerdo reposiciones de estas obras también en la hora de la siesta en vez de los típicos culebrones que proliferaron un poco después.
Tampoco eran raros los debates en los que los contertulios no solo tenían algo que decir sino que además podían decirlo sin ser interrumpidos durante largos minutos en los que argumentaban sus posiciones. Parece algo también impensable en los debates de hoy. Se trataban, además, temas interesantes hoy seguramente excluidos del ámbito televisivo, como nada más y nada menos que el Marxismo o el Anarquismo. Busquen, si no me creen, en YouTube alguno de los debates de La Clave y sorpréndanse al ver al contertulio expresar sus ideas en largos minutos ante el silencio respetuoso del resto de participantes (En RTVE a la carta pueden verse algunos de estos programas completos, desgraciadamente, muy pocos). En esos debates de lo que se trataba era claramente de definir ideas, discutirlas y llegar a conclusiones, y no solo tirarse tópicos y trastos a la cabeza a base de gritos y sandeces. No es casualidad que, al cerrarse el programa, se presentara en pantalla bibliografía -¡Bibliografía, señores!- del tema tratado. Hoy día, un programa como Millennium intenta, sin duda, seguir los pasos de aquel programa, pero se emite a la 1 de la madrugada, lo cual indica cómo se relegan este tipo de programas.
También entonces muchas series adaptaron textos literarios como la Fortunata y Jacinta de Galdós, El Pícaro de Fernando Fernan Gómez, o Los gozos y las sombras de Torrente Ballester. Fenómeno que todavía en el año 1990 nos trajo Los jinete del alba, El obispo leproso, o la magnífica La jorja de un rebelde de Arturo Barea.
¿Y adónde quiero ir a parar con este ejercicio de nostalgia televisiva? Pues a preguntarme si realmente los espectadores de los años 70 y primeros 80 eran realmente más inteligentes, más sensibles o más despiertos que los de hoy día. ¿Qué ha pasado? ¿Éramos más listos hace 30 años? ¿Quizá es que Google nos ha vuelto estúpidos como planteaba Nicolas Karr? Creo que no, que -al menos en este caso- nosotros los de entonces, seguimos siendo los mismos.
Pero comparada esa televisión (evidentemente estoy obviando otros contenidos más «comerciales» que también se daban) con la que tenemos hoy, da la sensación de que los espectadores tenían más interés por contenidos culturales que ahora. Pero es que también sucede algo parecido con los libros. No hace mucho, Luis Alemany comparaba los best-seller de hoy con los de los años 80 destacando que entonces los autores eran de una «calidad» al menos distinta de lo que hoy copan la lista de más vendidos.
Puede que en los años 70 y 80 hubiera un hambre de cultura, de ponerse al día, por venir de donde veníamos, quizá mucho mayor que el que podamos tener hoy pero no es esa la cuestión que me interesa, sino el constatar que frente a quienes creen que es el espectador o el lector el que rehúsa esos contenidos, lo que yo creo es que el que hoy día no se vean esos contenidos no es porque el espectador no los quiera ver sino por un motivo mucho más sencillo: no los emiten.
Es, claro está, un círculo vicioso: tomar por tonto al lector, lo entontece. De la misma forma que los programas para niños que tratan a los niños como tontos generan niños tontos -no hemos hablado de la estupenda La bola de cristal, un programa para niños que no los/nos trataba como a idiotas, o El planeta imaginario-; generar programas de televisión y literatura para tontos nos convierte en tontos. No es que la gente demande tontería, sino que los productores se han empeñado en generar tontería porque evidentemente resulta más fácil de «fabricar» y «consumir».
Cuando en televisión se emitía Yo, Claudio, lo veíamos; cuando se representaba a Lope de Vega, lo veíamos; cuando nos explicaban cómo caza el lince ibérico, lo veíamos. Entonces ¿porque ahora no vemos Yo, Claudio, Lope de Vega o la vida del lince ibérico? Muy sencillo… porque no lo emiten.
Es verdad que también teníamos el Un, dos, tres o los Hombres del Harrelson y que seguramente no hay mucha diferencia entre el Curro Jiménez de entonces y el Águila roja de ahora, pero en proporción el nivel cultural de la televisión de los 70 y 80 era muy superior al actual donde se han multiplicado los canales y la estulticia. Para comprobar que la llegada de las televisiones privadas en los 90 no trajo ni en realidad más diversidad ni mucho menos más calidad-¡ay, la vieja falacia de a más diversidad, más calidad- sino mediocridad no hace falta recordar a las mamachicho. A pesar de tener solo dos canales, la apuesta por ofrecer entretenimiento pero también cierta calidad y contenido cultural es lo que se echa en falta en la televisión de hoy con respecto a la de entonces. Hay que recurrir -al margen del oasis que sigue siendo afortunadamente La 2– a canales digitales para encontrar apuestas por documentales o cine clásico; y por supuesto a ese otro oasis que ha venido a ser internet.
La pregunta trasladada al mundo del libro es por qué no leemos a autores de cierta calidad y sí a mediocres autores de bestseller. Quizá porque el autor de calidad si está en la librería está bastante escondido en un estante, mientras el otro tiene pilas de libros en todas las librerías e incluso marquesinas de autobús para anunciarse. No es que ahora se escriba mal o se lea peor, lo que sucede es que todo se ha convertido en consumo y como mercancía de consumo se vende. Y en vendernos milongas, esta gente sabe un rato.
Pero a la gente sí que le gusta la cultura, el problema es que no lo saben porque no la encuentran fácilmente. Pero está claro que otra televisión es posible porque ya ha existido y la hemos disfrutado.