¿Y si para salvar al libro tuviéramos que acabar con las librerías?

Si no te dedicas directamente a la edición o venta de libros, probablemente no sepas que en torno al 50 % del precio que pagas por un libro es para que el libro esté allí cuando vas a comprarlo a la librería. Por supuesto que es cierto que los libreros ofrecen un valor añadido, como es la selección de libros, la recomendación, consejos, etc. —aunque son valores que también podríamos encontrar fuera de las librerías—, pero en realidad, aunque nos cueste reconocerlo, ese 50 % lo pagamos básicamente por que el libro esté en la librería cuando vamos a por él, incluso cuando ni siquiera sabemos que lo estamos buscando.

Esto no es nada raro, también sucede en otros sectores. Por ejemplo, en el sector de la alimentación —que tiene mucho en común con el sector editorial— estamos acostumbrados a escuchar a productores de leche u horticultores quejarse de que el precio de la leche o de los tomates se multiplica escandalosamente cuando llega al lineal del supermercado. Al final, lo que más cuesta de la mayoría de los productos no es fabricarlos, sino venderlos, es decir, como clientes pagamos gran parte del precio precisamente para que nos los vendan.

Pero es lógico. Cuesta dinero transportar los tomates al supermercado y cuesta dinero también mantener la infraestructura y empleados del supermercado y, por tanto, es lógico que paguemos por ellos, puesto que no podemos ir cada mañana a comprar leche o tomates directamente al productor. Pero este sistema tiene también otros efectos colaterales. Por ejemplo, en el caso de los tomates se produce una estandarización de los tomates que compramos. ¿No te has preguntado por qué cuando compras tomates todos son perfectamente redondos y tienen todos un tamaño similar? Para poder llegar al supermercado, ciertos alimentos sufren una selección de acuerdo a los requisitos planteados por el vendedor, disfrazados de control de calidad. Otro efecto colateral es que los supermercados deben tener sus lineales llenos para que encontremos lo que buscamos, incluso sabiendo que al final del día no se habrán vendido todos los tomates y en muchos casos habrá que tirarlos. La cantidad de alimentos que tiran los supermercados es un problema global y grave al que ya hace tiempo se intenta poner remedio, pero lo cierto es que precisamente para tener una oferta amplia para el consumidor, el supermercado acepta que debe tirar muchos alimentos que no se venden y cuyo coste ya tiene asumido —es decir, también pagamos nosotros como consumidores—. Si el supermercado solo tuviera la cantidad de producto que sabe que va a vender, correría el riesgo de que algunos clientes no encontraran el producto, y es más rentable tirar tres tomates que dejar de vender uno solo, y por otra parte todos conocemos el efecto papel higiénico que producen los lineales vacíos y que por desgracia hemos vivido muy recientemente.

Pero todo esto que sucede con la alimentación y que es más o menos sabido, parece no querer verse en el caso de los libros, cuya distribución y venta es muy similar (no en vano algunos definen los libros precisamente como «alimento para el alma»). Por un lado, los libreros necesitan vender libros y por ello a menudo deben apostar por libros estandarizados, es decir, por los que saben que se venden. Aunque también dispongan de otro tipo de libros, muchas librerías se ven obligadas a ocupar cada vez más espacio —y el espacio, en el caso del libro es una variable fundamental— con libros tan estandarizados como los tomates del lineal del supermercado. Se ven también obligados a asumir muchos libros que quizá no querrían tener, pero que, por el sistema de distribución de algunos grupos están obligados como poco a recibir (con lo que de ocupación de espacio y tiempo supone en cualquier caso) si desean mantener el flujo constante de otros libros del grupo.

Y por una razón similar a las del supermercado, el librero debe tener ejemplares de determinados libros en cantidades importantes. Si multiplicamos por el número de librerías que hay en España nos encontramos con que los editores necesitan «fabricar» muchos ejemplares de cada título para que puedan estar directamente en las librerías en el corto periodo de tiempo en el que dura la corta vida de un libro. Es decir, el editor siempre hará una tirada muy superior a la cantidad que sabe o espera vender de ese título, asumiendo que tarde o temprano muchos de esos ejemplares le serán devueltos y, en muchos casos —porque almacenar libros es muy caro, sobre todo cuando sabes que ya no los vas a vender—, serán destruidos de forma similar a como el supermercado al final del día arroja a la basura kilos de alimentos caducados. El libro, como los yogures, tiene fecha de caducidad o, mejor dicho, fecha de consumo preferente.

Por tanto, la venta de libros en librerías tiene unos efectos colaterales que no son desdeñables. Por un lado el precio que, como hemos dicho, es en torno a un 50 % más, porque el canal de venta —distribuidor y librerías— se reparte entre el 40 y el 60 % del precio final del libro. Por otro lado, la estandarización del producto. Dado que hay libros nuevos cada semana y el espacio es limitado, hay muchos libros que el librero solo va a tener una o dos semanas por lo que es normal que opte por exhibir y promocionar aquellos cuya venta es más segura que otras y por tanto acabe sucumbiendo a modas o a factores no expresamente literarios para colocar sus libros en las mesas de novedades o escaparates, lo cual significa que no hay sitio para colocar otro tipo de libros quizá mejores, más interesantes o rompedores que quedan relegados en la librería. Por último, precisamente porque el lector, como cualquier otro comprador, casi siempre compra lo que ve —es difícil comprar lo que no se ve— es necesario tener ejemplares de los libros en muchas librerías, lo que lleva a producir una cantidad de ejemplares muy superior a la que realmente se va a vender —todo editor conoce al dedillo ese coeficiente— lo que implica que muchos de esos ejemplares acabarán en la guillotina porque su fecha de consumo preferente ha concluido y almacenar esos libros tiene un coste alto —y también donarlos, no nos engañemos—.

Pero ese es el sistema de venta de libros en España y funciona desde hace años. ¿Cuál es el problema? El problema es que cuando el sector del libro va mal —¡y cuándo no va mal!— a menudo el mantra que se repite es que hay que proteger las librerías. Hay que comprar en librerías —a ser posible de barrio—, hay que ayudar a las librerías. Editores y autores insisten en redes sociales en la importancia de las librerías y en que si no compramos en ellas corremos el riesgo de que desaparezcan los libros.

A ver, no quiero que se me malinterprete; como todo lector yo adoro las librerías. Paso horas en ellas y no quiero que desaparezcan, todo lo contrario, pero todos sabemos que el sistema de distribución de los libros en España —la famosa «venta en firme con derecho a devolución»— es una burbuja, un castillo de naipes que se mantiene precisamente porque nadie se atreve a poner o quitar ninguna carta. Los editores siguen estando obligados a editar un número mínimo de títulos al año (para poder sustituir el título devuelto por un nuevo título sin tener que reembolsar el dinero que previamente el librero ya pagó por él en su día), lo que explica buena parte de los más de 80 000 títulos publicados cada año (y esta cifra no incluye a muchos autoeditados, que cada vez son más), con un número proporcional de ejemplares muy superior a las esperanzas de venta. Por su parte, el librero está obligado a exponer determinados títulos —el servicio de novedades— durante un tiempo cada vez más corto y devolverlos después rápidamente, con la esperanza —como la del propio editor— de que suene la flauta por casualidad, apostando a muchos títulos muy poco tiempo. Y, por su parte, el lector está obligado a ver los mismos tipos de libros en librerías y a pagar por ello un precio multiplicado por dos precisamente para que todo este sistema se mantenga en pie.

Y este sistema podría seguir funcionando. O no. El problema es que cuando el sector entra en una nueva crisis siempre encuentra un enemigo al que echar la culpa, como puede ser en su día la piratería, más tarde fugazmente el libro electrónico y últimamente Amazon, y siempre la respuesta es defender el canal de venta (lo cual tampoco debería sorprendernos si precisamente  representa más del 50 % de la facturación).

Pero quizá el problema no sea Amazon —no lo era antes de 2011 y el libro también estaba en crisis—, que parece haberse convertido en el enemigo número uno de las librerías, sino Amazon Prime Video —y Netflix, HBO, Movistar, etc.—, los youtubers, las redes sociales, WhatsApp… El libro como fuente de conocimiento y de entretenimiento está perdiendo terreno frente a nuevos sistemas a los que las nuevas generaciones son más propicias por la sencilla razón de que para ellos no son algo nuevo, como lo son para generaciones anteriores que hemos crecido recurriendo a los libros para encontrar conocimiento y diversión.

Por tanto, quizá simplemente tenemos que empezar a pensar que proteger las librerías no va a salvar al libro, pero sí podría salvarlo repensar de una vez el sistema de distribución del libro, o dicho de otra forma, pinchar la burbuja, mover alguna carta del castillo de naipes.

No, yo no quiero acabar con las librerías, pero creo que deberíamos plantearnos si lo que queremos es salvar al libro o seguir haciendo equilibrismo con su modelo de venta. 

¿En qué se parece una tilde a una rotonda?

Las normas cambian y es importante conocer las novedades para adaptar nuestros textos a la normativa actual. Aunque podamos creernos románticos por mantener determinadas formas que aprendimos siendo niños (en el mejor de los casos) o nos pueda parecer de poca importancia no respetar ciertas normas, lo cierto es que si no se hubieran ido produciendo cambios en la escritura, hoy seguiríamos escribiendo como en los años 50 del pasado siglo, pero también hazer o cauallero  como en el siglo XVI. Precisamente el que se vayan actualizando determinadas normas es lo que hace que a simple vista nuestros textos no parezcan arcaicos, porque, en realidad, la lectura de un texto del siglo de oro español no nos resulta difícil de entender (salvo cierto léxico, lógicamente,pero también ese problema lo tenemos frente a un artículo técnico, aunque sea del mes pasado) cuando se ha adaptado el texto a la ortografía y normativa moderna. Sin embargo para un lector no acostumbrado resultaría muy difícil entender a Cervantes en una edición del Quijote de 1605, simplemente porque escribe con normas antiguas; de hecho seguramente empezaríamos por dudar cómo pronunciar «don Quixote» y tampoco encontraríamos la tilde en solo o en los demostrativos, entre otras razones porque no encontraríamos prácticamente ninguna tilde.

Por eso, si no queremos que nuestros textos parezcan de otra época, debemos adaptar las normas que se van revisando porque estas se basan en criterios lingüísticos y no son caprichosas, aunque puedan parecerlo a los profanos en esta materia, por muy hablantes nativos de la lengua que sean.

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En realidad la ortografía tiene mucho que ver con el código de circulación. Por ejemplo con la forma estipulada para circular por las rotondas. Los que conducen saben que las rotondas son complicadas de por sí, pero cuando se «inventaron», la forma de circular en ellas era distinta a la actual. Al entrar en una rotonda se tenía la preferencia y los vehículos que ya circulaban por su interior tenían que ceder el paso a los que querían entrar. Esta norma provocaba múltiples problemas —como la famosa tilde en «solo», fruto de una norma que apenas duró unos pocos años a mediados del siglo pasado antes de ser rectificada, pero que dejó un truco nemotécnico tan bueno que muchos se niegan a olvidar— y se decidió cambiarla, por eso es frecuente aún ver en las entradas de las rotondas un cartel que avisa «Usted no tiene la preferencia». En su día, la DGT envío cartas a todos los domicilios explicando este cambio (y otros) —cosa que no hace la RAE, y debería, por cierto—. ¿Os imagináis el caos que supondría si los conductores decidieran que, dado que cuando aprobaron el carné tenían preferencia en las rotondas, van a seguir circulando así? Sería un caos, sí, pero si lo conductores no lo hacen es sobre todo porque no quiere sufrir un accidente ni recibir una multa.

Pero también en este caso la norma es cosa de dos, si tú quieres tener la preferencia está muy bien, pero si el otro no te la da lo más probable es que choquéis. Y nadie quiere eso, claro. Pero en los textos tampoco deberíamos chocar, porque la finalidad de un texto es comunicar con otro, y otro solo nos va a entender si utilizamos las mismas normas. Puede parecer que poner una tilde donde no corresponde o una coma donde queramos no es muy importante, pero lo es; quizá no tanto como saltarse un ceda el paso y chocar con otro coche, pero sí lo suficiente para dar una imagen de nuestro texto descuidada y que además de comunicar (probablemente mal) nuestro mensaje a nuestro lector, le estemos transmitiendo adicionalmente también algo (malo) de nosotros mismos. Y esto en un artículo académico, por ejemplo, no es algo sin importancia.

Pero en los textos tampoco deberíamos chocar, porque la finalidad de un texto es comunicar con otro, y otro solo nos va a entender si utilizamos las mismas normas.

Por eso, debemos conocer la norma para escribir nuestros textos de la forma correcta y dar siempre la impresión a nuestros lectores de que no solo sabemos de la materia que tratamos, sino también de la forma correcta de presentarla.

De normas ortográficas y gramaticales, de la correcta presentación del texto, de herramientas y recursos para escribirlo mejor y más rápido hablaremos en el «Taller de escritura digital: cómo mejorar tu investigación y escribirla en menos tiempo» que impartiré junto a Luis Pablo Núñez en los cursos de verano de Santander (Universidad Internacional Menéndez Pelayo) del 10 al 14 de agosto y que este año 2020 serán en línea en vez de presenciales.

Nunca olvido una cara… ni una cubierta

Bueno, en realidad, como Groucho Marx con algunas tengo que hacer excepciones, pero normalmente recuerdo bien las caras de la gente, no solo de personas con las que he tenido trato sino a veces de gente con la que simplemente me he cruzado. Lo cual es un problema porque a veces creo que alguien puede ser un amigo de toda la vida y resulta que es alguien en quien me fijé en el metro hace un par de días.
El caso es que recordar caras también lleva a reconocerlas, claro, y a encontrar parecidos. Siempre que digo que tal persona se «da un aire» a tal otra hay quien me dice «Ah, pues es verdad» y otros que me dicen «Pero qué me estás contando». Eso es porque el grado de reconocimiento de rasgos es muy diferente de unas personas a otras y cuando se trata del «aire» no siempre es fácil estar de acuerdo con la gente que se queda solo con los rasgos y no con el conjunto, es decir, precisamente con el aire.
Pero viene todo a esto porque últimamente me martiriza el encontrar en cubiertas de libro ilustraciones que se parecen mucho a personas reales que nada tienen que ver con el libro.
Quizá sea una obsesión mía y es casualidad que la ilustración de una cubierta se «me» parezca tanto a una famosa actriz, pero también puede ser que se trate de una tendencia de marketing que considera que resultarán más atractivos los libros si en las cubiertas está el rostro de alguien que se da un «aire» a un conocido.
Juzgad por ejemplo con estas dos que pertenecen a dos grupos editoriales distintos:
la_mejor_madre_del_mundo
Nuria Labari, La mejor madre del mundo, Literatura Random Hause. ¿No se da un aire a Cobie Smulders?
un_mar_violeta_oscuro
Ayanta Barilli, Un mar violeta oscuro, Planeta. ¿No se da un aire a Michelle Jenner?
Claro que a veces es simple casualidad, porque hay gente que se parece, como en el caso de esta cubierta ilustrada con una caricatura de su autor (al que no conozco) y en la que sin embargo yo veo claramente un primo mío:
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¿Conocéis otros casos de cubiertas de libros en las que parece reconocerse a algún famoso?

¿De verdad tercera edición?

Una forma de valorar el éxito de un libro es ver cuántos ejemplares se han vendido. Como esto no se dice casi nunca (de ahí que la mayoría de los profanos crean que los libros se venden por millares cuando si se venden por centenares ya es para estar contento), es frecuente que un autor o la propia editorial alardee cuando se hace una segunda edición (y sucesivas) de un libro, pero en realidad hablar de segunda edición es casi siempre un error (no siempre malintencionado, si podemos achacarlo a ignorancia), pues de lo que realmente se trata en la mayoría de los casos es de una reimpresión. Por eso cuando en redes sociales veo que alguien habla de segunda, tercera o sucesivas ediciones suelo preguntarle si no se está refiriendo a una reimpresión. Lo curioso es que nunca me contestan.

 

La diferencia es muy importante, cuando hablamos de una nueva edición es porque se han producido cambios sustanciales en el libro, hasta el punto de que en ese caso el libro debe tener un nuevo ISBN. La razón es obvia, se trata de un libro diferente, y el lector debe saberlo. Cuando sencillamente se ha agotado la tirada inicial y es necesario reimprimir ejemplares,  debemos hablar de una reimpresión. Una nueva edición siempre será sinónimo de un libro diferente, aunque sea el mismo como nosotros, los de entonces– , porque incorpora cambios con respecto a la primera edición. Es evidente que el término «edición» hace referencia a un proceso en el que participan diversos profesionales (editores, correctores, etc.) que nada tiene que ver con la impresión, por eso si hablamos de reedición es porque hemos vuelto a realizar parte de ese proceso.

En el caso del libro de Daniel Bernabé (al que pido disculpas por haberle tomado como ejemplo, simplemente por ser el último caso que he visto en Twitter de este uso) la tercera «edición» sin duda es una buena noticia para él y para la editorial (y para los libreros), y es un buen indicador de que el libro se ha vendido bien (otra cosa es saber cuánto, porque las tiradas se han reducido mucho en los últimos años, y más con la impresión digital), pero esa misma alegría se manifestaría igualmente indicando que es una reimpresión, porque el libro no se ha revisado, actualizado ni, por tanto, tiene cambios sustanciales. La prueba de que es así es que no existe un nuevo ISBN para ese libro, pues si consultamos la base de datos de ISBN vemos que para ese título solo hay dos ISBN, uno para la versión en papel y otro para la versión digital en ePub (dado que cada formato diferente de un libro debe tener su propio ISBN, precisamente por lo mismo, para que el lector sepa que se trata de libros distintos, aunque tengan el mismo título y sean obra del mismo autor).

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En definitiva, que editoriales y autores sigan hablando de nuevas ediciones cuando en realidad simplemente reimprimen ejemplares porque se ha agotado la tirada inicial es una práctica que deberíamos evitar, ya que induce a confusión y provoca que un concepto fundamental como es el de edición se diluya para los lectores, pues precisamente estos, por desconocer el proceso editorial –cosa que ni editores ni autores deberían hacer– al final acaban asociando que una nueva edición es precisamente una nueva reimpresión, es decir, que precisamente porque ignoran el concepto, para ellos sí que realmente queda claro que se trata de una reimpresión cuando autores y editores se empeñan en hablar de nueva edición.

Nuevo curso de creación de ebook (epub3) en los cursos de verano de Santander

Fotos de grupo de los cursos de 2014 a 2017

Fotos de grupo de los cursos de 2014 a 2017

Tras cuatro años seguidos impartiendo el taller de creación de ebook en los cursos de verano de Santander, en 2018 renovamos el curso para dar un paso más y aprender la creación de libros interactivos en formato ePub3 en los que podemos añadir contenido multimedia, animaciones e interactividad. Para ello crearemos paso a paso un libro de estas características, ya que será un taller práctico.

TALLER DE CREACIÓN DE LIBROS ELECTRÓNICOS INTERACTIVOS EN FORMATO EPUB3

El curso se celebrará los días 20 a 24 de agosto en el Campus de las Llamas dentro de los cursos de verano de Santander.

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Durante el curso aprenderemos a hacer libros de maquetación fija (fixed layout) así como a incorporar vídeo y audio. Practicaremos la creación de efectos visuales y animaciones con CSS3 y aprenderemos también a manejarnos con la interactividad mediante sencillas funciones en javascript así como a utilizar librerías ya creadas para dotar a nuestros libros de efectos muy interesantes. También dedicaremos uno de los cinco días a aprender a trabajar con las posibilidades que nos ofrece el programa Adobe inDesign para la creación de libros interactivos en formato ePub3. El curso contará también con una introducción teórica sobre el libro electrónico en general y la creación literaria digital en particular a cargo de Luis Pablo Núñez, de la Universidad de Granada.

El programa completo, así como el horario y la ficha de inscripción (que se abrirá durante el mes de abril) está en la página de la UIMP. También en esta página se podrán solicitar las becas que concede la universidad y que van desde la matricula al alojamiento y la manutención durante los cinco días que dura el curso.

Aunque el curso es intenso e intensivo, queda también tiempo para disfrutar de la ciudad de Santander y de las actividades culturales y de ocio que ofrece durante el mes de agosto, por lo que estos cursos son un plan estupendo (¡también para los profesores!)

Y para los que prefieran los cursos online o en Madrid, el curso de creación de ebook y el de creación de ebook avanzado tienen también convocatorias abiertas.

El capitán Ahab contra Celestina o el libro como personaje en el cine

Siempre me ha llamado la atención que en muchas películas estadounidenses –y en lengua inglesa en general– se asomen personajes o historias de su literatura, bien porque un personaje tiene como libro de cabecera a uno de estos clásicos –y por tanto se habla del libro o sus personajes– o, especialmente, porque hay una relación más o menos explícita entre la trama de la película y la historia literaria. Es decir, no me refiero a adaptaciones cinematográficas de estas obras, sino a películas en las que se barrunta, como al trasluz, la anécdota, la trama o los personajes de un texto más o menos clásico o ampliamente conocido, creando un paralelismo con la historia cinematográfica para que sea percibido por el espectador.

El capitán Ahab, la propia Moby Dick, Santiago de el Viejo y el mar, o diversos personajes y peripecias de las obras de Shakespeare o Dickens, por citar solo los más concurridos, se vislumbran así en muchas películas. Pero no solo en películas independientes o que pudiéramos calificar de «intelectuales» construidas precisamente sobre múltiples referencias culturales, sino que es muy frecuente en películas comerciales dirigidas a un público amplio. Por ejemplo, en una película tan rematadamente mala, violenta y palomitera como la última de Denzel Washington, The Equalizer (El protector), nos encontramos una vez más con El viejo y el mar, tanto como presencia física del propio libro en la película como igualmente trasunto y metáfora del personaje y de la propia historia.

Precisamente Hemingway en general y El viejo y el mar en particular son referencias muy recurrentes en el cine norteamericano hasta el punto de que a veces cansa su continua aparición, repetición en la que quizá solo le gana el capitán Ahab. Pero lo cierto es que el que el cine más comercial haga referencia frecuente a estos libros es sin duda porque guionistas y directores saben que esos libros son conocidos por sus espectadores, no solo porque son lecturas probablemente obligatorias o muy frecuentes en su sistema escolar, sino porque son considerados clásicos y tratados como tales, es decir, conforman una mitología que les permite expresar inquietudes y anhelos o ejemplificar lo que consideran su propia idiosincrasia como sociedad.

También es verdad que no solo echan mano de «sus» clásicos, sino que también abundan –aunque con menor frecuencia– referencias a los clásicos universales, incluido nuestro don Quijote que, aunque es inevitable vislumbrarlo en las parejas dispares que tanto abundan en el cine y que son la continuación de una larga tradición que Cervantes no inventó, pero sí consiguió plasmar con mayor verdad y vida; también aparece claramente en la radiografía de muchos personajes. Por ejemplo, en una pequeña película como Un amigo para Frank el trasunto del protagonista como Quijote –y por otro lado el robot que le ayuda cuando retoma sus correrías de ladrón, como Sancho– es tan evidente que no necesitan explicitarse más en la película. Hay mucho más en la trama que refleja la obra de Cervantes, pero no es cuestión de destriparla: mejor verla.

En el cine español, en cambio, no es tan fácil encontrar esta relación con nuestra literatura. Sin duda, don Juan o don Quijote aparecen mencionados a menudo, pero ese mismo tipo de presencia literaria como paralelismo con la historia de la película, ese juego de espejos, por otro lado tan cervantino, creo que es mucho menos frecuente en nuestro cine. Y es verdad que por volumen y por imposición en salas y en televisión, el cine americano tiene la posibilidad de mostrarnos un despliegue mayor de registros y por tanto es más fácil encontrar este tipo de referencias, pero si recordamos algunas de las películas españolas de los últimos años –adaptaciones literarias al margen– no es fácil encontrar esta misma simbiosis entre cine y literatura. Y no es, desde luego, porque no tengamos personajes que se han convertido en arquetipos universales –precisamente, don Juan y don Quijote son ya mitos casi más recreados en la cultura de otros países que en la nuestra propia–, sino que debe de ser otra la razón. Y eso es lo que me preocupa.

Me preocupa, por ejemplo, que el espectador español tenga menos referencias literarias que permitan precisamente un uso tan claro de los clásicos en nuestro cine. ¿Utilizan los americanos al capitán Ahab o Santiago como trasuntos en sus guiones porque saben que los espectadores los van a reconocer fácilmente mientras que nosotros no nos atrevemos a utilizar de la misma forma a Melibea, Bernarda Alba o Ana Ozores temiendo que la referencia pase desapercibida? ¿O por el contrario es que donde falta formación o interés por la literatura es en los propios directores y guionistas españoles?

En cualquiera de los dos casos, ¿es por que en el sistema educativo anglosajón dan más importancia a la enseñanza de la literatura y sus clásicos de la que le damos aquí? Y en particular, ¿tiene la literatura mayor relevancia en la formación de profesionales del cine en Estados Unidos que en España? No sé si afecta que en Estados Unidos existan grados en escritura de guion en las universidades y en España la formación de guionistas se centre en cursos que se imparten en academias. Lo que si se aprecia, incluso en las propias historias de actores en las películas, es que Shakespeare es fundamental en la formación actoral en el mundo anglosajón lo que indica que, al menos de esta forma, el mundo de la interpretación tiene una relación intensa con la literatura clásica, mientras que en España la influencia de Calderón, Lope o Tirso en los actores parece muchísimo menor. Quizá que en la cartelera teatral española haya tanto eco de las comedias televisivas más chabacanas sea un síntoma que la misma enfermedad.

La presencia de Charles Dickens en tantas películas –insisto en que no me refiero a las adaptaciones de sus obras, que ese es otro tema, sino a la presencia del autor, la obra, o el paralelismo con alguna de las tramas en la película– contrasta con la ausencia de, por ejemplo, Galdós en nuestro cine –y no hablo de adaptaciones, pues precisamente de la obra de Galdos hay decenas y algunas excelentes–. Por ejemplo, recientemente he visto Mr. Pip en donde Grandes Esperanzas –otro de los clásicos que tanto se repiten en el cine anglosajón, porque en este caso la producción es neozelandesa– es fundamental en la película y no en vano un personaje del libro le da título.

Asimismo, que una obra del siglo XVIII como los Viajes de Gulliver tenga a su vez tanta presencia en el mundo anglosajón –saliendo del mundo del cine, el propio Yahoo le debe su nombre– y sea ampliamente conocida –y supongo que algo leída– y versionada, contrasta igualmente con la nula presencia que en nuestro cine tiene toda la riquísima literatura española del siglo XVII llena de aventuras, transformaciones, personajes picarescos y enredos de todo tipo y, sobre todo, rezumante de sátira social en la misma medida o más que la obra de Swift.

Quizá todo entronque también con que los estudiantes de secundaria y bachillerato cada vez leen menos obras clásicas pues hace años que la tendencia es a sustituirlas por obras «juveniles» de nueva creación. Evidentemente esto viene motivado tanto porque se ha rebajado –en algunos aspectos– el nivel que se espera de los estudiantes –si tratamos como niños a la propiedad sociedad adulta, imaginémos cuál es el trato a los niños y adolescente desde hace algunos años– y por otro el que las editoriales y los nuevos autores necesitan también vender libros. Ignoro si la misma inclinación se ha producido en la educación anglosajona, aunque sospecho que no, o desde luego no tan acentuadamente. Resulta significativo que mi hijo haya leído más clásicos adaptados en inglés para la asignatura de lengua extranjera que clásicos en español. Lo que está claro, por tanto, es que los jóvenes en España quizá tengan un conocimiento cada vez más reducido de nuestra literatura clásica, y uso clásico no para referirme a un período concreto, sino para referirme a toda la literatura que ha superado con creces la prueba del tiempo.

Sinceramente, no creo que Baroja, Unamuno, Lorca o Valle-inclán, por citar solo a autores del siglo XX, hayan creado historias o personajes de menor valor universal que Hemingway, pero está claro que, incluso en nuestro país, tienen una menor difusión y sobre todo una menor recreación en el imaginario colectivo que es a lo que precisamente contribuye de forma tan importante el cine por su amplia difusión y que es lo que echo de menos, porque es un síntoma de que falta en la sociedad española esa apropiación, esa absorción de la literatura clásica como reflejo de valores, ideas, sentimientos compartidos que sí que parece haber en el mundo anglosajón, al modo en que en otro tiempo los mitos cumplían ese papel.

Además, el cine y, especialmente, la televisión pueden contribuir en gran medida a la difusión de la literatura y sin embargo, rara vez lo hace. Por ejemplo, en las series de televisión cuando más aparecen los libros es acompañando a los personajes en edad escolar y son libros de texto (y el libro de texto es al libro lo que la música militar es a la música, ya lo sabemos). Si un personaje lee, es precisamente para caracterizarlo como un personaje aislado o marginado, o bien como un friki –sobre todo si lee cómic–, es decir, la lectura no aparece en la ficción televisiva como una actividad habitual. Por eso cuando aparece alguien leyendo llama la atención. Por ejemplo en la serie Sangre fresca (True blood) uno de los personajes principales se nos presenta ya en el primer episodio con un libro en las manos y es nada más y nada menos que la Doctrina Shock de Naomi Klein. Muy significativo. Pero es un caso aislado, en la ficción televisiva se lee poco, los libros aparecen más como decoración y desde luego las referencias a la literatura son excepcionales.

Cuando en una serie española sí aparecen libros con frecuencia y se produce esa simbiosis u ósmosis entre el cine y la literatura nos damos cuenta claramente del efecto favorable que supone. Es lo que ha sucedido en la primera temporada –y espero que en la segunda– de El ministerio del tiempo que ha llevado a Lope de Vega y a Lázaro de Tormes a ser Trending Topic en twitter. Esta serie es un ejemplo de la importancia de la presencia de la literatura en la ficción cinematográfica y televisiva para incentivar la lectura. Por ejemplo, me comentaba en twitter una madre que su hijo de trece años después de ver el episodio en el que aparece Lázaro de Tormes le había pedido leer El lazarillo.

No se desea lo que no se conoce, ni tampoco se desea lo que no se presenta como atractivo, y la literatura y los libros o no abundan mucho en series y películas o cuando aparecen no son desde luego atractivos. Yo no habría leído en la adolescencia Las almas muertas de Gogol si no fuera porque era el libro favorito del personaje Simone Foster de la serie Los primeros de la clase (y sí, salían libros, pero fíjense en el nombre de la serie), y es de suponer que este fenómeno de retroalimentación entre cine y literatura se dará en el mundo anglosajón cuando estos clásicos aparecen tan a menudo en sus ficciones audiovisuales. No parece muy raro, por tanto, que un adolescente quiera leer a Dickens o El viejo y el mar después de ver una película que le haya gustado en la que aparezcan de forma tan relevante.

¿Nos falta en España esa retroalimentación con nuestra literatura en nuestro cine, en nuestras series? Parece que sí, pero es en realidad un reflejo de que la propia sociedad, en general, tiene relegada la literatura, y más aún la literatura menos actual. Parece que tenemos olvidados a nuestros clásicos: en España, Cervantes tiene más calles que lectores.

Si bien es cierto que la lectura de El Quijote por un niño de catorce años puede ser una aberración, no es menos cierto que ¡afortunadamente! nuestros clásicos no se limitan a Cervantes o al Poema del Mío Cid, sino que tenemos muchísimos textos clásicos que disfrutar con la adecuada orientación del profesor. Lecturas como La Celestina que puede parecer difícil se torna bastante interesante para los chicos cuando se les cuenta realmente de qué va, o sea, de amor, sexo y muerte, y que en el fondo lo que encontrarán en sus páginas es una especie de Tres metros sobre el cielo con la pátina de los siglos y la peculiaridad del mundo hispano y, sobre todo, escrita por la pluma de un genio como Fernando de Rojas que no está suficientemente elevado a los altares de la literatura universal.

Los clásicos son aquellas obras cuyo mensaje sigue vigente a pesar del paso de los siglos, por eso darles la espalda no tiene ningún sentido.

Y para acabar no me resisto a compartir esta divertida escena de El lado bueno de las cosas donde, ¡cómo no!, aparece Hemingway, aunque resulte mal parado:

Taller de creación de ebook en La Casa del Lector (Matadero de Madrid)

El próximo mes de noviembre imparto un taller de 12 horas en la Casa del Lector. Será los martes y jueves por la tarde las semanas del 10 al 19 de noviembre. El taller está pensado sobre todo para autores que quieren aprender a maquetar su texto en soporte ebook para su distribución a través de plataformas como Amazon, iTunes o Google Play, pero el curso es una buena iniciación a la maquetación digital, al etiquetado de contenido y la creación de estilos para dar formato así como a las características del formato ePub, creación de metadatos, tabla de contenido, validación, etc. El entorno de El Matadero de Madrid no puede ser más atractivo, las instalaciones de Casa del Lector son estupendas y el precio es de 150 €.

Taller de creación de ebook en la Casa del Lector. Madrid. 10 a 19 de noviembre.

Taller de creación de ebook en la Casa del Lector. Madrid. 10 a 19 de noviembre.

En esta página podéis encontrar el programa completo y las instrucciones para inscribirse en el curso.

Cursos de creación de ebook este verano en La Coruña y Santander

Este verano, además de los cursos que habitualmente imparto en Madrid en Cálamo y Cran, daré sendos cursos de creación de ebook en La Coruña y Santander.
El primero será del 6 al 10 de julio en la Facultad de Filología de la Universidad de la Coruña, en el campus de Zapateira. Organizado por SIELAE, Hispania (Grupo de investigación) y el Departamento de FIlología, el curso se ha dividido en dos módulos complementarios. En el primero abordaremos los aspectos fundamentales de la edición digital y aprenderemos a realizar directamente un libro electrónico en formato ePub 2. El segundo modulo está orientada a la creación igualmente de libros electrónicos en formato ePub con el programa Adobe InDesign.
Podéis encontrar toda la información en la web de SIELAE y en el PDF con el folleto del curso.
El curso en Santander será, como el año pasado, dentro de los Cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP). Este curso lo imparto con la colaboración de Luis Pablo Nuñez, e igualmente está planteado en forma de taller práctico en el que aprender a realizar libros electrónicos, validarlos y publicarlos, así como conocer los aspectos teóricos relacionados con la edición y distribución digital.
El año pasado fue la primera convocatoria  y el resultado fue muy positivo tanto para los profesores como los alumnos . Por otra parte,  además de, por supuesto, el aprendizaje; merece destacarse que Santander es una ciudad preciosa y tiene tal actividad cultural diaria que uno necesitaría dividirse para poder asistir a todo lo interesante por lo que estos cursos en Santander son también una oportunidad para disfrutar de la ciudad y sus actividades y de una semana de convivencia con el resto de alumnos y profesores.
Para este curso, además, existe la posibilidad de diferentes becas, tanto para la matrícula en sí, como para el alojamiento y la manutención.
El curso se celebrará del 17 al 21 de agosto y en la web de los cursos de verano podéis encontrar toda la información así como el acceso a la matriculación y solicitud de beca.

El grupo del curso 2014

El grupo del año pasado fue un grupo estupendo

La insoportable necesidad del pinche tirano

Respice post te, hominem te esse memento.
Mira tras de ti. Recuerda que eres un hombre.

Hace muchos años oí hablar por primera vez del pinche tirano gracias a una persona cercana que me recordaba a menudo que la «importancia personal» no tiene, valga la redundancia, tanta importancia. Para quien no lo conozca, el pinche tirano es un concepto de Carlos Castaneda, curioso antropólogo (y auténtico chamán para algunos) que escribió sus experiencias o invenciones -o ambas cosas- en una colección de libros muy leídos en el pasado siglo.

En uno de estos libros, El fuego interno, en diálogo con su maestro, don Juan, nos indica qué es un pinche tirano:

Un pinche tirano es un torturador –dijo-. Alguien que tiene el poder de acabar con los guerreros, o alguien que simplemente le hace la vida imposible.

Don Juan sonrió con un aire de malicia y dijo que los nuevos videntes desarrollaron su propia clasificación de los pinches tiranos. Aunque el concepto es uno de sus hallazgos más serios e importantes, los nuevos videntes lo tomaba muy a la ligera. Me aseguró que había un tinte de humor malicioso en cada una de las clasificaciones, porque el humor era la única manera de contrarrestar la compulsión humana de hacer engorrosos inventarios y clasificaciones.

– De conformidad con sus prácticas humorísticas los nuevos videntes juzgaron correcto encabezar su clasificación con la fuente primaria de energía, el único y supremo monarca en el universo, y le llamaron simplemente el tirano. Naturalmente, encontraron que los demás déspotas y autoritarios quedaban infinitamente por debajo de la categoría de tirano. Comparados con la fuente de todo, los hombres más temibles son bufones, y por lo tanto, los nuevos videntes los clasificaron como pinches tiranos.

La segunda categoría consiste en algo menor que un pinche tirano. Algo que llamaron los pinches tiranitos; personas que hostigan e infligen injurias, pero sin causar de hecho la muerte de nadie. A la tercera categoría le llamaron los repinches tiranitos o los pinches tiranitos chiquititos, y en ella pusieron a las personas que solo son exasperantes y molestos a más no poder.

Mi benefactor siempre decía que el guerrero que se topa con un pinche tirano es un guerrero afortunado. Su filosofía era que si no tienes la suerte de encontrar a uno en tu camino, tienes que salir a buscarlo.

«Las enseñanzas de don Juan», de Carlos Castaneda, uno de los libros fundamentales del autor. Confieso que no he leído sus libros pero, como digo, el concepto de pinche tirano me llegó hace años y desde entonces suelo recordarlo porque a menudo en el camino uno suele encontrarse con estos curiosos personajes que se empeñan en molestarte continuamente con sus impertinencias, a veces insultos y siempre una crítica feroz por todo lo que haces. A menudo estos son personajes cercanos que ves en tu día a día pero con las nuevas tecnologías muchas veces estos personajillos se disfrazan de trolls que en las redes sociales, o donde tenga ocasión, no dejan de aguijonearte con su mala baba pero que en el fondo, y tal y como decía Carlos Castaneda; es una suerte contar con ellos.

De alguna forma ese personajillo te acompaña en tu camino por la vida. Va siempre a tu la lado recordándote o inventándose tus defectos al modo de la figura romana que acompañaba a los generales victoriosos en su desfile por Roma recordándoles que, aunque el mundo les aclamase, seguían siendo humanos.

El pinche tirano busca siempre el lado negativo de lo que haces o dices, te intenta desacreditar continuamente ante los demás y, en definitiva ,te hace partícipe de esta forma de sus propias frustraciones pues quien, en vez de preocuparse de hacer bien sus cosas se dedica a buscar lo mal que lo hacen los demás, con tanta insistencia y saña; es evidente que tiene sus propios problemas.

Pero al margen de que su actividad pueda servir al pinche tirano como terapia, de cara a nosotros la presencia del pinche tirano nos lleva a cuestionarnos cada paso, a estar alerta, y a menudo nos hace bajarnos de la nube de nuestra importancia personal y siempre, como también sucedía con el «memento mori» latino, recordarnos que somos humanos y, pase lo que pase, vamos a morir. Y esto, precisamente, de forma opuesta a lo que por lo contrario les sucedía a los inmortales de Borges, nos hace trabajar más e intentar hacer más y mejores nuestras obras. Por tanto, como decía Castaneda, si no tienes tu propio pinche tirano -o pinche tiranito-, debes salir a buscarlo ya.

Yo, por suerte, tengo mi pequeño pinche tiranito -aunque compartido con más personas porque es un pinche tiranito muy ambicioso y trabajador- que, aunque me desespera a menudo por sus malos modos y grosería, en el fondo le agradezco su consideración de ayudarme en mi camino, aunque él lo ignore y pretenda todo lo contrario.

Vale.

Utópica televisión

¿Qué pensarían de una televisión que en su horario de máxima audiencia -lo que en la jerga se denomina «prime time» y en España cada vez se acerca más a la hora de las brujas- emitiera, por ejemplo, documentales, teatro clásico, películas de la Nouvelle vague, o series basadas en clásicos de la literatura? Seguramente pensarían que se trata de la descripción de una utopía, de un deseo que difícilmente se hará realidad o incluso de un sueño. Pero lo cierto es que, en cierta medida, esa televisión ha existido y algunos lectores quizá la han reconocido porque hemos sido muchos los que la hemos disfrutado ya que era la televisión con la que crecimos en España.

Y es que cuando yo era niño -allá por la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo- y solo disponíamos de dos canales de televisión -que siguieron siendo en blanco y negro en muchos hogares aunque ya a partir de 1978 se emitiera en color- nos reuníamos después de cenar a ver, nada más y nada menos, que un documental sobre naturaleza. Al fin y al cabo no era otra cosa El hombre y la tierra de Félix Rodríguez de la Fuente. Una excepción, pensarán muchos porque en la televisión actual los documentales de esa naturaleza -permítaseme la redundancia- están confinados a la hora, también tan española, de la siesta. Pero no se trata solo de que en aquellos tiempos un programa como ese encandilara a la audiencia, sino que quizá no he visto más cine clásico en mi vida que el que vi en aquellos años y recuerdo cuando contaba 13 y 14 años los largos ciclos dedicados a directores fundamentales de la historia del cine como los que se ocuparon por ejemplo de François Truffaut, Roberto Rossellini o incluso Ingmar Bergman. Y hablo de la primera cadena, no de otros ciclos como los dedicados a Tarkovski que en esos mismo años se emitía también, pero en La 2 y a horas más atrevidas. Cine clásico -no daba entonces miedo el blanco y negro, como hoy que se excluye de muchos canales solo por ese motivo- y cine de grandes autores de la cinematografía universal era el que entonces podía verse con cierta frecuencia en los dos canales de televisión de los que disponíamos.

También recuerdo de aquellos años ver mucho teatro clásico en la tele -algo seguramente impensable para los muchachos de esa misma edad en 2014- porque cuando se emitía Estudio 1 no dejamos de pegarnos a la tele para ver clásicos de Lope, Calderón, Shakespeare, Chejov o Ibsen. En aquellos años estas obras de teatro se emitían en el horario de máxima audiencia, y ya casi acabando los 80 recuerdo reposiciones de estas obras también en la hora de la siesta en vez de los típicos culebrones que proliferaron un poco después.

Tampoco eran raros los debates en los que los contertulios no solo tenían algo que decir sino que además podían decirlo sin ser interrumpidos durante largos minutos en los que argumentaban sus posiciones. Parece algo también impensable en los debates de hoy. Se trataban, además, temas interesantes hoy seguramente excluidos del ámbito televisivo, como nada más y nada menos que el Marxismo o el Anarquismo. Busquen, si no me creen, en YouTube alguno de los debates de La Clave y sorpréndanse al ver al contertulio expresar sus ideas en largos minutos ante el silencio respetuoso del resto de participantes (En RTVE a la carta pueden verse algunos de estos programas completos, desgraciadamente, muy pocos). En esos debates de lo que se trataba era claramente de definir ideas, discutirlas y llegar a conclusiones, y no solo tirarse tópicos y trastos a la cabeza a base de gritos y sandeces. No es casualidad que, al cerrarse el programa, se presentara en pantalla bibliografía -¡Bibliografía, señores!- del tema tratado. Hoy día, un programa como Millennium intenta, sin duda, seguir los pasos de aquel programa, pero se emite a la 1 de la madrugada, lo cual indica cómo se relegan este tipo de programas.

También entonces muchas series adaptaron textos literarios como la Fortunata y Jacinta de Galdós, El Pícaro de Fernando Fernan Gómez, o Los gozos y las sombras de Torrente Ballester. Fenómeno que todavía en el año 1990 nos trajo Los jinete del alba, El obispo leproso, o la magnífica La jorja de un rebelde de Arturo Barea.

¿Y adónde quiero ir a parar con este ejercicio de nostalgia televisiva? Pues a preguntarme si realmente los espectadores de los años 70 y primeros 80 eran realmente más inteligentes, más sensibles o más despiertos que los de hoy día. ¿Qué ha pasado? ¿Éramos más listos hace 30 años? ¿Quizá es que Google nos ha vuelto estúpidos como planteaba Nicolas Karr? Creo que no, que -al menos en este caso- nosotros los de entonces, seguimos siendo los mismos.

Pero comparada esa televisión (evidentemente estoy obviando otros contenidos más «comerciales» que también se daban) con la que tenemos hoy, da la sensación de que los espectadores tenían más interés por contenidos culturales que ahora. Pero es que también sucede algo parecido con los libros. No hace mucho, Luis Alemany comparaba los best-seller de hoy con los de los años 80 destacando que entonces los autores eran de una «calidad» al menos distinta de lo que hoy copan la lista de más vendidos.

Puede que en los años 70 y 80 hubiera un hambre de cultura, de ponerse al día, por venir de donde veníamos, quizá mucho mayor que el que podamos tener hoy pero no es esa la cuestión que me interesa, sino el constatar que frente a quienes creen que es el espectador o el lector el que rehúsa esos contenidos, lo que yo creo es que el que hoy día no se vean esos contenidos no es porque el espectador no los quiera ver sino por un motivo mucho más sencillo: no los emiten.

Es, claro está, un círculo vicioso: tomar por tonto al lector, lo entontece. De la misma forma que los programas para niños que tratan a los niños como tontos generan niños tontos -no hemos hablado de la estupenda La bola de cristal, un programa para niños que no los/nos trataba como a idiotas, o El planeta imaginario-; generar programas de televisión y literatura para tontos nos convierte en tontos. No es que la gente demande tontería, sino que los productores se han empeñado en generar tontería porque evidentemente resulta más fácil de «fabricar» y «consumir».

Cuando en televisión se emitía Yo, Claudio, lo veíamos; cuando se representaba a Lope de Vega, lo veíamos; cuando nos explicaban cómo caza el lince ibérico, lo veíamos. Entonces ¿porque ahora no vemos Yo, Claudio, Lope de Vega o la vida del lince ibérico? Muy sencillo… porque no lo emiten.

Es verdad que también teníamos el Un, dos, tres o los Hombres del Harrelson y que seguramente no hay mucha diferencia entre el Curro Jiménez de entonces y el Águila roja de ahora, pero en proporción el nivel cultural de la televisión de los 70 y 80 era muy superior al actual donde se han multiplicado los canales y la estulticia. Para comprobar que la llegada de las televisiones privadas en los 90 no trajo ni en realidad más diversidad ni mucho menos más calidad-¡ay, la vieja falacia de a más diversidad, más calidad- sino mediocridad no hace falta recordar a las mamachicho. A pesar de tener solo dos canales, la apuesta por ofrecer entretenimiento pero también cierta calidad y contenido cultural es lo que se echa en falta en la televisión de hoy con respecto a la de entonces. Hay que recurrir -al margen del oasis que sigue siendo afortunadamente La 2– a canales digitales para encontrar apuestas por documentales o cine clásico; y por supuesto a ese otro oasis que ha venido a ser internet.

La pregunta trasladada al mundo del libro es por qué no leemos a autores de cierta calidad y sí a mediocres autores de bestseller. Quizá porque el autor de calidad si está en la librería está bastante escondido en un estante, mientras el otro tiene pilas de libros en todas las librerías e incluso marquesinas de autobús para anunciarse. No es que ahora se escriba mal o se lea peor, lo que sucede es que todo se ha convertido en consumo y como mercancía de consumo se vende. Y en vendernos milongas, esta gente sabe un rato.

Pero a la gente sí que le gusta la cultura, el problema es que no lo saben porque no la encuentran fácilmente. Pero está claro que otra televisión es posible porque ya ha existido y la hemos disfrutado.