Si no te dedicas directamente a la edición o venta de libros, probablemente no sepas que en torno al 50 % del precio que pagas por un libro es para que el libro esté allí cuando vas a comprarlo a la librería. Por supuesto que es cierto que los libreros ofrecen un valor añadido, como es la selección de libros, la recomendación, consejos, etc. —aunque son valores que también podríamos encontrar fuera de las librerías—, pero en realidad, aunque nos cueste reconocerlo, ese 50 % lo pagamos básicamente por que el libro esté en la librería cuando vamos a por él, incluso cuando ni siquiera sabemos que lo estamos buscando.
Esto no es nada raro, también sucede en otros sectores. Por ejemplo, en el sector de la alimentación —que tiene mucho en común con el sector editorial— estamos acostumbrados a escuchar a productores de leche u horticultores quejarse de que el precio de la leche o de los tomates se multiplica escandalosamente cuando llega al lineal del supermercado. Al final, lo que más cuesta de la mayoría de los productos no es fabricarlos, sino venderlos, es decir, como clientes pagamos gran parte del precio precisamente para que nos los vendan.
Pero es lógico. Cuesta dinero transportar los tomates al supermercado y cuesta dinero también mantener la infraestructura y empleados del supermercado y, por tanto, es lógico que paguemos por ellos, puesto que no podemos ir cada mañana a comprar leche o tomates directamente al productor. Pero este sistema tiene también otros efectos colaterales. Por ejemplo, en el caso de los tomates se produce una estandarización de los tomates que compramos. ¿No te has preguntado por qué cuando compras tomates todos son perfectamente redondos y tienen todos un tamaño similar? Para poder llegar al supermercado, ciertos alimentos sufren una selección de acuerdo a los requisitos planteados por el vendedor, disfrazados de control de calidad. Otro efecto colateral es que los supermercados deben tener sus lineales llenos para que encontremos lo que buscamos, incluso sabiendo que al final del día no se habrán vendido todos los tomates y en muchos casos habrá que tirarlos. La cantidad de alimentos que tiran los supermercados es un problema global y grave al que ya hace tiempo se intenta poner remedio, pero lo cierto es que precisamente para tener una oferta amplia para el consumidor, el supermercado acepta que debe tirar muchos alimentos que no se venden y cuyo coste ya tiene asumido —es decir, también pagamos nosotros como consumidores—. Si el supermercado solo tuviera la cantidad de producto que sabe que va a vender, correría el riesgo de que algunos clientes no encontraran el producto, y es más rentable tirar tres tomates que dejar de vender uno solo, y por otra parte todos conocemos el efecto papel higiénico que producen los lineales vacíos y que por desgracia hemos vivido muy recientemente.
Pero todo esto que sucede con la alimentación y que es más o menos sabido, parece no querer verse en el caso de los libros, cuya distribución y venta es muy similar (no en vano algunos definen los libros precisamente como «alimento para el alma»). Por un lado, los libreros necesitan vender libros y por ello a menudo deben apostar por libros estandarizados, es decir, por los que saben que se venden. Aunque también dispongan de otro tipo de libros, muchas librerías se ven obligadas a ocupar cada vez más espacio —y el espacio, en el caso del libro es una variable fundamental— con libros tan estandarizados como los tomates del lineal del supermercado. Se ven también obligados a asumir muchos libros que quizá no querrían tener, pero que, por el sistema de distribución de algunos grupos están obligados como poco a recibir (con lo que de ocupación de espacio y tiempo supone en cualquier caso) si desean mantener el flujo constante de otros libros del grupo.
Y por una razón similar a las del supermercado, el librero debe tener ejemplares de determinados libros en cantidades importantes. Si multiplicamos por el número de librerías que hay en España nos encontramos con que los editores necesitan «fabricar» muchos ejemplares de cada título para que puedan estar directamente en las librerías en el corto periodo de tiempo en el que dura la corta vida de un libro. Es decir, el editor siempre hará una tirada muy superior a la cantidad que sabe o espera vender de ese título, asumiendo que tarde o temprano muchos de esos ejemplares le serán devueltos y, en muchos casos —porque almacenar libros es muy caro, sobre todo cuando sabes que ya no los vas a vender—, serán destruidos de forma similar a como el supermercado al final del día arroja a la basura kilos de alimentos caducados. El libro, como los yogures, tiene fecha de caducidad o, mejor dicho, fecha de consumo preferente.
Por tanto, la venta de libros en librerías tiene unos efectos colaterales que no son desdeñables. Por un lado el precio que, como hemos dicho, es en torno a un 50 % más, porque el canal de venta —distribuidor y librerías— se reparte entre el 40 y el 60 % del precio final del libro. Por otro lado, la estandarización del producto. Dado que hay libros nuevos cada semana y el espacio es limitado, hay muchos libros que el librero solo va a tener una o dos semanas por lo que es normal que opte por exhibir y promocionar aquellos cuya venta es más segura que otras y por tanto acabe sucumbiendo a modas o a factores no expresamente literarios para colocar sus libros en las mesas de novedades o escaparates, lo cual significa que no hay sitio para colocar otro tipo de libros quizá mejores, más interesantes o rompedores que quedan relegados en la librería. Por último, precisamente porque el lector, como cualquier otro comprador, casi siempre compra lo que ve —es difícil comprar lo que no se ve— es necesario tener ejemplares de los libros en muchas librerías, lo que lleva a producir una cantidad de ejemplares muy superior a la que realmente se va a vender —todo editor conoce al dedillo ese coeficiente— lo que implica que muchos de esos ejemplares acabarán en la guillotina porque su fecha de consumo preferente ha concluido y almacenar esos libros tiene un coste alto —y también donarlos, no nos engañemos—.
Pero ese es el sistema de venta de libros en España y funciona desde hace años. ¿Cuál es el problema? El problema es que cuando el sector del libro va mal —¡y cuándo no va mal!— a menudo el mantra que se repite es que hay que proteger las librerías. Hay que comprar en librerías —a ser posible de barrio—, hay que ayudar a las librerías. Editores y autores insisten en redes sociales en la importancia de las librerías y en que si no compramos en ellas corremos el riesgo de que desaparezcan los libros.
A ver, no quiero que se me malinterprete; como todo lector yo adoro las librerías. Paso horas en ellas y no quiero que desaparezcan, todo lo contrario, pero todos sabemos que el sistema de distribución de los libros en España —la famosa «venta en firme con derecho a devolución»— es una burbuja, un castillo de naipes que se mantiene precisamente porque nadie se atreve a poner o quitar ninguna carta. Los editores siguen estando obligados a editar un número mínimo de títulos al año (para poder sustituir el título devuelto por un nuevo título sin tener que reembolsar el dinero que previamente el librero ya pagó por él en su día), lo que explica buena parte de los más de 80 000 títulos publicados cada año (y esta cifra no incluye a muchos autoeditados, que cada vez son más), con un número proporcional de ejemplares muy superior a las esperanzas de venta. Por su parte, el librero está obligado a exponer determinados títulos —el servicio de novedades— durante un tiempo cada vez más corto y devolverlos después rápidamente, con la esperanza —como la del propio editor— de que suene la flauta por casualidad, apostando a muchos títulos muy poco tiempo. Y, por su parte, el lector está obligado a ver los mismos tipos de libros en librerías y a pagar por ello un precio multiplicado por dos precisamente para que todo este sistema se mantenga en pie.
Y este sistema podría seguir funcionando. O no. El problema es que cuando el sector entra en una nueva crisis siempre encuentra un enemigo al que echar la culpa, como puede ser en su día la piratería, más tarde fugazmente el libro electrónico y últimamente Amazon, y siempre la respuesta es defender el canal de venta (lo cual tampoco debería sorprendernos si precisamente representa más del 50 % de la facturación).
Pero quizá el problema no sea Amazon —no lo era antes de 2011 y el libro también estaba en crisis—, que parece haberse convertido en el enemigo número uno de las librerías, sino Amazon Prime Video —y Netflix, HBO, Movistar, etc.—, los youtubers, las redes sociales, WhatsApp… El libro como fuente de conocimiento y de entretenimiento está perdiendo terreno frente a nuevos sistemas a los que las nuevas generaciones son más propicias por la sencilla razón de que para ellos no son algo nuevo, como lo son para generaciones anteriores que hemos crecido recurriendo a los libros para encontrar conocimiento y diversión.
Por tanto, quizá simplemente tenemos que empezar a pensar que proteger las librerías no va a salvar al libro, pero sí podría salvarlo repensar de una vez el sistema de distribución del libro, o dicho de otra forma, pinchar la burbuja, mover alguna carta del castillo de naipes.
No, yo no quiero acabar con las librerías, pero creo que deberíamos plantearnos si lo que queremos es salvar al libro o seguir haciendo equilibrismo con su modelo de venta.